lunes, 9 de abril de 2012

Tiempo, ese gran compañero.

Desde siempre, el portador de buenos y malos presagios, de buenas o malas noticias.
Tiempo. A veces lo que nos hace falta es precisamente eso, mucho, mucho tiempo. Tanto para comprender como para actuar (respecto a la realidad que nos toca vivir), para poder pensar, para poder decidir aquello que es más correcto a nuestro entender.
Siempre tiempo para meditar y valorar, para reponernos de un imprevisto achaque de la vida. Sólo tiempo.

Dicen que es sólo cuestión de tiempo lo que nos depara el futuro. Sin duda eso es cierto. Lo que nos espera el mañana sólo puede hacerse realidad cuando éste llega, el resto de teorías y medidas que creemos con seguridad son sólo especulaciones. Especulaciones, imaginaciones ensoñadas de unos seres que pasan más de un tercio de su vida pensando en las probabilidades (mal calculadas) que les depara su existencia. Especulaciones que, normalmente, pasan a ser posibilidades. Unas posibilidades que por suerte o por desgracia nunca llegan.
Eso es un ejemplo de inversión infructuosa: Invertir tiempo en algo que difícilmente sucederá.

Tiempo. Si sólo se necesitase eso para poder mejorar nuestro presente ¡Qué fácil sería todo! ¡Qué esperanzadora idea y cuán luminoso parece un presente cuando por la puerta asoma la idea de la otra vida! Vida que a pesar de todo no deja de ser más que más y más tiempo después de esta.
Dicen que pone a cada uno en su sitio (quizás con ayuda de Dios), pero yo, sin duda, sigo el camino de Santo Tomás. Y no creeré hasta que no vea como el libre desarrollo de los acontecimientos de una vida casi anónima, hace desembocar en el éxito de quien fue agraviado en el pasado. O que cae en la humillación y en la desgracia a favor del regocijo del mismo agraviado…

El tiempo no deja de ser nuestro amigo, que nos brinda y acompaña oportunidades de lujo, placer y acontecimientos vitales. También ocupa un lugar importante como juez y parte en nuestra pugna contra el mundo, contra la vida misma. Mostrándonos la finitud de nuestras obras, la fugacidad del deambular de todos los hombres, de todos los seres.


Y por eso es por lo que se decía que el tiempo es oro, es el oro más preciado. Es el oro de un avaro rentista que cree que puede conservarlo por siempre en su caja blindada, gastando únicamente lo necesario sin poder ingresar nada. Poco a poco se empobrece sin apenas notarlo hasta que el vacío de la caja puede casi hacer resonar la voz del que observa con espanto la escasez. Y entonces ya es demasiado tarde y uno desea con todas sus fuerzas y la experiencia obtenida, renacer.